Hikaru Dorodango, el arte japonés de transformar barro en esferas brillantes

La tie­rra bajo tus pies pue­de con­ver­tir­se en una joya. No es una metá­fo­ra ni una pro­me­sa de alqui­mia impo­si­ble. Es la reali­dad tan­gi­ble del hika­ru doro­dan­go, una téc­ni­ca japo­ne­sa que está con­quis­tan­do a curio­sos y artis­tas de todo el mun­do. ¿Qué tie­nen de espe­cial unas sim­ples bolas de barro? Mucho más de lo que ima­gi­nas.

El hika­ru doro­dan­go —lite­ral­men­te, “bola de barro bri­llan­te”— es una prác­ti­ca que comen­zó como un pasa­tiem­po infan­til en Japón y que, tras años de olvi­do, ha resur­gi­do como ten­den­cia glo­bal gra­cias a su capa­ci­dad para trans­for­mar lo humil­de en extra­or­di­na­rio. Esferas per­fec­tas, puli­das has­ta el bri­llo de un espe­jo, nacen de la tie­rra y el agua, mol­dea­das por manos pacien­tes y men­tes dis­pues­tas a per­der­se en el pro­ce­so. No hay máqui­nas, ni mol­des, ni tru­cos: solo tú, el barro y el tiem­po.

La fas­ci­na­ción que pro­vo­ca el doro­dan­go no resi­de úni­ca­men­te en el resul­ta­do final, aun­que con­tem­plar una de estas esfe­ras es hip­nó­ti­co. Lo ver­da­de­ra­men­te adic­ti­vo es el via­je: la con­cen­tra­ción, la cal­ma, el reto de domar un mate­rial tan sen­ci­llo y a la vez tan impre­de­ci­ble como el barro. Cada doro­dan­go es úni­co, refle­jo de la tie­rra que lo vio nacer y de la per­so­na que lo mode­ló. Y, aun­que parez­ca sen­ci­llo, domi­nar la téc­ni­ca es una lec­ción de humil­dad y per­se­ve­ran­cia.

El origen y el renacer de una tradición olvidada

En Japón, el doro­dan­go era, has­ta hace unas déca­das, un sim­ple jue­go de patio. Los niños reco­gían barro, lo mol­dea­ban has­ta for­mar una bola y com­pe­tían por ver quién con­se­guía la esfe­ra más lisa y bri­llan­te. No había reglas estric­tas, ni maes­tros, ni pre­mios. Solo la satis­fac­ción de crear algo her­mo­so a par­tir de nada. El tér­mino doro­dan­go pro­vie­ne de la unión de dos pala­bras japo­ne­sas: “doro” (barro) y “dan­go” (bola redon­da, como las famo­sas boli­tas de arroz).

Pero como ocu­rre con tan­tas tra­di­cio­nes, el doro­dan­go estu­vo a pun­to de per­der­se. La vida moder­na, los video­jue­gos y la pri­sa arrin­co­na­ron este pasa­tiem­po has­ta que, a fina­les del siglo XX, un hom­bre deci­dió res­ca­tar­lo del olvi­do. Fumio Kayo, psi­có­lo­go y pro­fe­sor de la Universidad de Kioto, se topó con el doro­dan­go mien­tras estu­dia­ba el jue­go infan­til y que­dó fas­ci­na­do por su poten­cial como herra­mien­ta de con­cen­tra­ción, rela­ja­ción y auto­co­no­ci­mien­to. Kayo no solo revi­ta­li­zó la prác­ti­ca, sino que la lle­vó a un nue­vo nivel de per­fec­ción: el hika­ru doro­dan­go, la ver­sión puli­da y bri­llan­te que hoy cau­sa sen­sa­ción en redes socia­les y talle­res de arte.

La téc­ni­ca evo­lu­cio­nó, se refi­na­ron los méto­dos y los mate­ria­les, y el pro­ce­so dejó de ser un sim­ple entre­te­ni­mien­to para con­ver­tir­se en una for­ma de arte. Adultos de todas las eda­des comen­za­ron a inte­re­sar­se por el doro­dan­go, atraí­dos por la pro­me­sa de crear belle­za a par­tir de lo coti­diano y por la expe­rien­cia casi medi­ta­ti­va que supo­ne el pro­ce­so. En Occidente, artis­tas como Bruce Gardner han con­tri­bui­do a popu­la­ri­zar la téc­ni­ca, expe­ri­men­tan­do con dife­ren­tes tipos de tie­rra y com­par­tien­do sus resul­ta­dos —y sus fra­ca­sos— en inter­net.

Hoy, el hika­ru doro­dan­go no es solo una moda pasa­je­ra. Es una invi­ta­ción a reco­nec­tar con la natu­ra­le­za, a redes­cu­brir el pla­cer de tra­ba­jar con las manos y a desa­fiar la impa­cien­cia que nos domi­na. Es, en esen­cia, un recor­da­to­rio de que la per­fec­ción pue­de sur­gir de lo más humil­de, si se le dedi­ca tiem­po, aten­ción y cari­ño.

El proceso dorodango, de la tierra al brillo

Si algu­na vez has sen­ti­do el impul­so de ensu­ciar­te las manos y crear algo des­de cero, el doro­dan­go es para ti. No nece­si­tas herra­mien­tas sofis­ti­ca­das ni mate­ria­les exó­ti­cos. Solo un poco de barro, agua y mucha, mucha pacien­cia. Eso sí, no te dejes enga­ñar por la apa­ren­te sen­ci­llez: lograr una esfe­ra per­fec­ta y bri­llan­te es un reto que pon­drá a prue­ba tu per­se­ve­ran­cia y tu capa­ci­dad de obser­va­ción.

El pro­ce­so bási­co cons­ta de varias eta­pas, cada una con su pro­pio rit­mo y secre­tos. El núcleo de la téc­ni­ca es la trans­for­ma­ción gra­dual: el barro pasa de ser una masa infor­me y pega­jo­sa a una esfe­ra dura, lisa y final­men­te puli­da has­ta el bri­llo. Aquí no hay ata­jos; cada paso es esen­cial y el éxi­to depen­de tan­to de la des­tre­za manual como de la sen­si­bi­li­dad para saber cuán­do avan­zar y cuán­do dete­ner­se.

Todo comien­za con la elec­ción de la tie­rra. El tipo de barro que uti­li­ces influi­rá en el color y la tex­tu­ra de tu doro­dan­go. Hay quien pre­fie­re la arci­lla roji­za, otros bus­can tie­rras más cla­ras o inclu­so mez­clas con ceni­zas vol­cá­ni­cas para obte­ner tonos úni­cos. Lo impor­tan­te es que la tie­rra ten­ga cier­ta plas­ti­ci­dad, pero no sea dema­sia­do are­no­sa ni dema­sia­do com­pac­ta.

El pri­mer paso es mez­clar la tie­rra con agua has­ta obte­ner una masa simi­lar a la de una galle­ta. Con las manos, se for­ma una bola del tama­ño de una pelo­ta de tenis, ase­gu­rán­do­se de que no que­den grie­tas ni bur­bu­jas de aire. Esta bola se deja secar par­cial­men­te, lo jus­to para que man­ten­ga la for­ma pero siga sien­do malea­ble.

A par­tir de aquí, comien­za el ver­da­de­ro tra­ba­jo de refi­na­mien­to. Se apli­ca una capa de tie­rra seca y fina sobre la super­fi­cie de la bola, fro­tan­do sua­ve­men­te con las manos para ali­sar y com­pac­tar. Este pro­ce­so se repi­te varias veces, alter­nan­do entre capas de pol­vo y perio­dos de seca­do. El obje­ti­vo es crear una cober­tu­ra exte­rior dura y lisa, capaz de resis­tir el puli­do pos­te­rior.

Cuando la esfe­ra está sufi­cien­te­men­te seca, lle­ga el momen­to de pulir. Aquí es don­de la pacien­cia se con­vier­te en vir­tud. Se pue­de uti­li­zar un paño sua­ve, la tapa de un fras­co de vidrio o inclu­so la pal­ma de la mano para fro­tar la super­fi­cie en movi­mien­tos cir­cu­la­res. El puli­do debe ser cons­tan­te pero deli­ca­do: dema­sia­da pre­sión pue­de agrie­tar la bola, muy poca y el bri­llo no apa­re­ce­rá nun­ca. El secre­to, dicen los maes­tros, está en saber cuán­do parar. Si te exce­des, el doro­dan­go se res­que­bra­ja y todo el tra­ba­jo se pier­de. Si te que­das cor­to, la esfe­ra nun­ca alcan­za­rá ese bri­llo hip­nó­ti­co que dis­tin­gue a los mejo­res doro­dan­go.

El resul­ta­do, tras horas (o días) de dedi­ca­ción, es una esfe­ra de barro tan per­fec­ta y bri­llan­te que cues­ta creer que no sea de cerá­mi­ca o cris­tal. Cada doro­dan­go es úni­co: el color, la tex­tu­ra y el bri­llo depen­den del tipo de tie­rra, la hume­dad, la tem­pe­ra­tu­ra y, por supues­to, de la mano que lo creó. Es una obra de arte efí­me­ra y frá­gil, que pue­de rom­per­se con un sim­ple gol­pe, pero que encie­rra en su inte­rior toda la belle­za de lo efí­me­ro.

El hika­ru doro­dan­go es mucho más que una manua­li­dad. Es un ejer­ci­cio de aten­ción ple­na, una for­ma de medi­ta­ción acti­va que te obli­ga a estar pre­sen­te en cada ges­to, en cada giro de la esfe­ra, en cada capa de pol­vo que se adhie­re a la super­fi­cie. No hay dos doro­dan­go igua­les, por­que no hay dos per­so­nas igua­les ni dos momen­tos idén­ti­cos. El barro, como la vida, es impre­de­ci­ble y capri­cho­so. Solo quie­nes apren­den a escu­char sus seña­les logran domi­nar el arte.

Hikaru dorodango hoy, tendencia, terapia y arte

¿Por qué el hika­ru doro­dan­go está de moda? ¿Qué tie­ne esta téc­ni­ca ances­tral que ha con­quis­ta­do a miles de per­so­nas en todo el mun­do? La res­pues­ta es múl­ti­ple y, como el pro­pio doro­dan­go, va más allá de la super­fi­cie.

En pri­mer lugar, el doro­dan­go es una res­pues­ta a la satu­ra­ción tec­no­ló­gi­ca. En un mun­do domi­na­do por pan­ta­llas y noti­fi­ca­cio­nes, la posi­bi­li­dad de crear algo tan­gi­ble, con las manos, resul­ta casi revo­lu­cio­na­ria. El pro­ce­so exi­ge tiem­po, pacien­cia y pre­sen­cia, cua­li­da­des cada vez más esca­sas y valio­sas. No hay ata­jos, no hay “likes” ins­tan­tá­neos: solo el pla­cer de ver cómo, poco a poco, la esfe­ra cobra vida bajo tus dedos.

Además, el doro­dan­go se ha con­ver­ti­do en una herra­mien­ta de medi­ta­ción y tera­pia. El rit­mo repe­ti­ti­vo de ama­sar, ali­sar y pulir indu­ce un esta­do de cal­ma y con­cen­tra­ción simi­lar al de la medi­ta­ción. Muchos prac­ti­can­tes ase­gu­ran que el pro­ce­so les ayu­da a redu­cir el estrés, a mejo­rar la aten­ción y a reco­nec­tar con la natu­ra­le­za. Hay quien com­pa­ra el doro­dan­go con el zen: ambos bus­can la per­fec­ción a tra­vés de la sim­pli­ci­dad y la repe­ti­ción, ambos ense­ñan a acep­tar el fra­ca­so y a valo­rar el pro­ce­so por enci­ma del resul­ta­do.

En el ámbi­to artís­ti­co, el hika­ru doro­dan­go ha ins­pi­ra­do a crea­do­res de todo el mun­do. Artistas como Bruce Gardner han lle­va­do la téc­ni­ca a nue­vas cotas de per­fec­ción, expe­ri­men­tan­do con tie­rras de dife­ren­tes colo­res y tex­tu­ras, y com­par­tien­do sus obras en expo­si­cio­nes y redes socia­les. El doro­dan­go ha deja­do de ser un jue­go de niños para con­ver­tir­se en una for­ma de arte con­tem­po­rá­neo, apre­cia­da tan­to por su belle­za esté­ti­ca como por el men­sa­je que encie­rra: la capa­ci­dad de encon­trar lo extra­or­di­na­rio en lo ordi­na­rio.

La popu­la­ri­dad del doro­dan­go ha dado lugar a talle­res, tuto­ria­les y comu­ni­da­des en línea don­de afi­cio­na­dos y exper­tos com­par­ten tru­cos, fra­ca­sos y logros. Hay quien colec­cio­na esfe­ras de dife­ren­tes colo­res, quien las uti­li­za como ele­men­tos deco­ra­ti­vos o inclu­so como rega­los sim­bó­li­cos. En Japón, algu­nos museos y gale­rías han dedi­ca­do expo­si­cio­nes al hika­ru doro­dan­go, reco­no­cien­do su valor como patri­mo­nio cul­tu­ral y expre­sión artís­ti­ca.

Pero, más allá de modas y ten­den­cias, el ver­da­de­ro valor del doro­dan­go resi­de en la expe­rien­cia per­so­nal. Cada esfe­ra es un recor­da­to­rio de que la per­fec­ción no es un des­tino, sino un camino. Que la belle­za pue­de sur­gir de lo más humil­de, si se le dedi­ca tiem­po y aten­ción. Que el fra­ca­so ‑las grie­tas, las bolas que se rom­pen, los inten­tos fallidos- es par­te del apren­di­za­je y no debe des­ani­mar­nos. Que, en defi­ni­ti­va, todos pode­mos trans­for­mar la tie­rra en algo extra­or­di­na­rio si nos atre­ve­mos a inten­tar­lo.

El hika­ru doro­dan­go [光る泥だんご] es, en últi­ma ins­tan­cia, una cele­bra­ción de la pacien­cia, la crea­ti­vi­dad y la cone­xión con el mun­do natu­ral. Una invi­ta­ción a ensu­ciar­se las manos, a per­der­se en el pro­ce­so y a des­cu­brir, en el bri­llo de una esfe­ra de barro, el refle­jo de nues­tra pro­pia capa­ci­dad de asom­bro.